domingo, 2 de febrero de 2014

Es fácil. Todo consiste en mentir.


Las desgracias nos rodean. Las vemos reflejadas en los ojos de la gente día tras día, aparecen en las noticias como un constante bombardeo, las escuchamos en la radio, ocurren a amigos cercanos... Están por todas partes y, aún así, caminamos por el mundo como si a nosotros no nos tocaran, como si no pudieran hacerlo. Como si fuéramos especiales por algún motivo que se escapa a nuestro entendimiento pero teniéndolo tan claro que no tememos que nos pueda pasar algo. Seguimos protegidos por esa burbuja que nuestros padres crearon a nuestro alrededor en la infancia, aislados en un mundo perfecto donde solo existen las risas y la diversión, donde no se sabe qué es el dolor o la tristeza, donde no hay angustia ni preocupación.

Y cuando algo sucede y tu burbuja estalla, te sientes sobrepasado por todo. De repente sufres, lloras, algo te aprieta la garganta y no te deja respirar, el miedo te atenaza y no puedes moverte. Todo lo que creías seguro y verdadero ahora parece inestable, con demasiada vaguedad y lagunas que no puedes explicar ni solucionar. Pensabas que eras intocable, que estabas en una fortaleza que te protegería de todo y de todos, pero no fue así. Te tocó experimentar lo que viste que otras personas ya habían vivido, te toco saber qué era, cómo se sentía estando en sus pieles, sin saber si un familiar va a salir de esa o no, si la cuerda en la que se está tambaleando le ayudará a recuperar el equilibrio o se romperá bajo su peso. Ahora conoces la sensación de opresión en el pecho, ese ligero mareo que se apodera de tu cuerpo cuando te dan la noticia, obligándote a sentarte o agarrarte a algo que te mantenga recto porque sabes que tus piernas ya no son capaces de hacer ese trabajo. Ahora sabes qué es estar todo el día ausente, con la cabeza dándole demasiadas vueltas a las cosas, sin ganas de sonreír ni de reírte ni de hacer nada, solo queriendo que esa pesadilla acabe pronto. Experimentas la sensación de un nudo en tu garganta que se aprieta con fuerza, impidiéndote hablar o tragar, el picor en los ojos, las lágrimas luchando por caer y tus párpados tratando de retenerlas un poco más, solo hasta que estés en un lugar seguro en el que puedas permitirte derrumbarte.

Y al día siguiente, al mirarte en el espejo, comprenderás que aquella carga solo se ha hecho más grande y no ha disminuido como tú habías creído que haría. Esa losa de tu pecho pesa más, tu garganta tiene doble nudo y sabes que no sobrevivirás a otro día como el anterior sin llorar. Y como esa certeza es tan abrumadora, tan sobrecogedora, solo equiparable al miedo de que cuando no puedas más ocurra enfrente de todos: en una reunión, en una clase, en un discurso... sabes que no puedes seguir así. Finges, ocultas el problema para que nadie lo vea, lo entierras en una caja en lo más profundo de tu mente, solo dejándolo salir cuando estás a salvo, cuando estás solo, cuando no hay nadie más a tu alrededor que te pueda atosigar a preguntas para las que no tienes o no quieres tener respuestas.

Al fin y al cabo, si puedes ocultar las ojeras con el maquillaje, ¿por qué no vas a poder ocultar tus sentimientos con un par de sonrisas falsas? ¿Por qué no vas a ser capaz de crear una máscara, una película superficial en tus ojos que tape las lágrimas y la tristeza; una muralla en tu corazón que retenga dentro de sus muros el miedo y la angustia?

Es fácil. Todo consiste en mentir.