martes, 6 de mayo de 2014

Hasta siempre y para siempre.

Nunca antes había necesitado tanto escribir como ahora.
Te has ido, esta vez definitivamente, sin posibilidad de retorno...
La mayor parte del tiempo me la he pasado en shock, una reacción natural de mi mente, que ha bloqueado todo lo que ha pasado para no derrumbarme. No me hago a la idea, sigo pensando que es una horrible pesadilla - no sería raro teniendo en cuenta estas últimas semanas - y que en cualquier momento me despertaré llorando y podré confirmar que sigues aquí, lejos, pero aquí.
Entonces la realidad se impone y me golpea como un mazo, directo al pecho, y me impide respirar, me impide pensar, solo me deja llorar. Dejando que cada lágrima exprese todo lo que no soy capaz de decir.
Y justo cuando pienso que ya no tengo más lágrimas que derramar, el proceso vuelve a empezar. Es como estar metida en un bucle, en la doctrina del eterno retorno de Nietzsche que trato de estudiar a pesar de que sé que no puedo concentrarme.
Te has ido para siempre, sin darme la posibilidad de verte una última vez, sin poder decirte cuánto te quiero. Te quería.
No, te quiero, porque lo sigo haciendo y siempre lo haré.
Pero al mismo tiempo agradezco que no quisieras que fuéramos a verte, porque quiero conservar la imagen que tengo de ti, la de la abuela parlanchina y alegre de la última reunión familiar, la que se sentó a mi lado y jugó a hacerme trenzas en el pelo mientras los mayores hacían el tonto, la que entrelazó su brazo con el mío para mantener el equilibrio sobre tus doloridos pies mientras paseábamos a la perra por el parque. Quiero recordarte así y no consumida por la enfermedad, hundida en una cama de hospital.
Te fuiste feliz. Has dejado de sufrir, y ahora estás junto a tu marido y tu hijo. Es irónico que tuvieras que morir para estar donde realmente querías estar. E inmensamente doloroso.
Tú estás con ellos, feliz tras muchos años de tristeza, pero has dejado atrás a cuatro hijos que lloran la pérdida de su madre, y a muchos nietos que echan de menos a su abuela.
Y precisamente por eso me he quedado aquí, como una cobarde, sin valor suficiente para ir a Madrid y enfrentarme a tu funeral, a ver a toda mi familia llorándote. A tener que decirte adiós...
No puedo, no puedo... No estoy preparada todavía. No puedo decirte adiós porque, como dice Peter Pan, decir adiós significa que te has ido, y que te hayas ido significa olvidar.
Así que aquí estoy, parada frente a un libro, mojándolo, sintiendo un vacío en el pecho y un enorme nudo en la garganta que cada vez se aprieta más y me impide hablar.
Por eso escribo.
Pero a veces eso tampoco basta. Aunque consiga dejar todo mi dolor en estas palabras, eso no va a hacerte volver.
Sé que lograré superarlo, que llegará un momento donde sea capaz de evocar tu recuerdo sin romper a llorar, pero va a costar cantidades industriales de pañuelos.
Hasta que llegue ese día, me abrazaré al perro de peluche que me regalaste años atrás cuando quería ser veterinaria, aquel que me diste para que practicara con él, el mismo que ha tenido un lugar privilegiado en mi cama desde entonces. Porque tiene parte de ti, de tu amor, así que dormiré junto a él una noche más, aunque terminará mojado y salado, y te recordaré.
Hasta siempre y para siempre, abuela.
Te quiero.