jueves, 15 de octubre de 2015

Exceso de etiquetas

En la sociedad, no hay nada más importante que las etiquetas. Cuando conocemos a alguien nuevo, le analizamos de los pies a la cabeza y comenzamos a dividirlo en pequeños trozos, como piezas de un puzzle. No es un proceso consciente y deliberado, sino más bien instintivo. Cada una va a una categoría: pelo, ojos, sonrisa, nariz, dientes, carácter, etc. Metemos esos cachitos en su caja correspondiente y es así como nos formamos una opinión sobre quien tenemos delante. Que si es majo, que si es impaciente, que si tiene que renunciar a sus intentos de hacerse el gracioso porque solo consigue avergonzarse a sí mismo.

Y es normal. Es la forma de que evitemos que nuestra cabeza sea un completo lío de rasgos diferentes. Si no hubiéramos aprendido a compartimentalizar, nos habríamos vuelto locos al cabo de un tiempo.

Sin embargo, como ocurre muchas veces con el ser humano, algo que un principio se inventó para ayudarnos, lo hemos terminado convirtiendo en un arma. El ansia por encajar, por pertenecer, por no estar solo, es tal, que esa necesidad de juntar a las personas en grupos con características similares, como simples ovejas de un rebaño, se pervirtió hasta convertir dichos grupos en élites VIP. Ya no se usa para ordenar, sino para discriminar. Quien no tenga cierto perfil, quien no consiga poner ticks en un número mínimo obligatorio de cajas, queda fuera. Y ya puede ir de rebote de unos a otros que se lo van a ir pasando entre ellos igual que una pelota de playa en un concierto.

Se llega a la conclusión de que la solución es guiarse por los estándares oficiales, los que todo el mundo cumple de un modo u otro sin importar a qué grupo específico pertenezcan. Te dices que así, no podrán darte de lado, no podrán rechazarte, porque serás como todos. Ay, amigo, has dado en el punto clave. Eres como todos, eres mainstream. No tienes nada especial, nada que te haga destacar por tu rareza, o tu unicidad. Eres un Wally más en un mar de Wallys.

Pero, poco a poco, unos Wallys se van deshaciendo de sus camisetas a rayas blancas y rojas completamente iguales a las de los demás, de sus bufandas, de su gorro con pompón. Lo tiran a la basura y se visten por cómo se sienten, cómo les apetece, cómo expresan mejor su forma de ser. Van estableciendo códigos, símbolos, palabras propias que les ayudan a reconocerse entre ellos. Entonces, el resto es efecto dominó. En cuanto los demás Wallys vean que esos "separatistas" triunfan y parecen felices, se producirá una avalancha de gente desesperada por pertenecer a ese nuevo grupo que, en ese momento es guay, pero dentro de un mes será uno más del montón.

Ahora mismo, no te pueden gustar los atrapasueños y los infinitos - porque quizá tienen un significado especial para ti por un suceso de tu infancia - sin que te encasillen como hipster. No puedes escuchar bandas de heavy metal y vestir de negro porque te tachan de satánica y rebelde sin causa. No puedes interesarte por libros clásicos de la literatura y ponerte a grandes compositores como Mozart, Bach o Beethoven porque, entonces, se nota que eres un esnob. No puedes obsesionarte con tu físico pero la sociedad te empuja a hacerlo metiéndote estereotipo inalcanzable tras estereotipo inalcanzable en el plato de comida. Si no te gusta el contacto físico, eres una rancia; pero si te encanta estar siempre rozándote con la gente, eres asfixiante. Si te gustan las chicas o los chicos, no hay problema alguno, pero como te gusten ambos o el mismo sexo al tuyo, una gran parte de la sociedad tuerce la cara y comienzan los susurros, el rechazo, el bullying. Si te gusta llevar minifaldas, eres una guarra; aunque si llevas las camisas abrochadas hasta arriba y faldas largas, eres una puritana. Si no te gusta vestirte como una mujer, sino que prefieres llevar ropa de hombre - y viceversa - te llaman raro, o marimacho, o marica, incluso monstruo. Si sufres una enfermedad mental, mejor no acercarse no vaya a ser que sea contagioso. Si tratas de no definirte por ningún rasgo concreto, tampoco encajas en ningún lado porque no cumples los requisitos mínimos, eres un cambiachaquetas, alguien que va de flor en flor sin quedarse fijo en una concreta.

Puedes arriesgarte al desprecio por ser una oveja blanca más en el rebaño, pero también te arriesgas al desprecio si te atreves a teñirte la lana de negro y llamar la atención.

Hay millones de problemas en el mundo: guerras, corrupción, hambruna, enfermedades, crisis... Levantas una piedra y te surgen mil más. Lo curioso es que la gente crea que se pueden solucionar sin un cambio de actitud. Y no estoy hablando de predicar el amor y no la guerra, o de apretarse el cinturón. No. Estoy hablando de un cambio de mentalidad, de conseguir que cuando miramos a una persona no la despiecemos y cataloguemos como si se tratase de un mueble de IKEA que tenemos que analizar para ver si nos encaja en ese hueco de 90 cm del salón.

Yo he discutido con gente de mi edad, gente que tiene toda la vida por delante todavía, y que sufren porque no saben dónde encajan. Porque, claro, si lo tienes todo claro sobre ti mismo, hay menos probabilidades de que te den de lado; pero qué ocurre cuando dudas en ciertos aspectos, cuando detalles vitales - como tu sexualidad - son un pozo de incertidumbre e inseguridad. No pueden dividirte en piezas de puzzle independientes y clasificarte porque ni tú mismo sabes quién eres. Y es algo real, algo que está pasando mientras todos estamos demasiado ocupados mirando qué hace el país vecino con sus bombas. Gente de diecinueve años que se estresa y prefieren no hablar del tema porque si no lo dicen en voz alta, entonces no es real y pueden seguir fingiendo que encajan con esos cuatro amigos que critican constantemente lo que sospechan ser.

Dentro de poco, junto a nuestro DNI, nos van a pedir una ficha con todo lo que nos convierte en nosotros. Dentro de poco, tendremos que llevar letreros en las manos y juntarnos con aquellos cuya pancarta coincida con la nuestra. Dentro de poco, ya no estaremos hablando de la comunidad LGBTQ (Lesbianas, Gays, Bisexuales, Transexuales y Queers) sino que terminaremos recitando el abecedario entero porque cada día surgen personas diferentes que se niegan a pasar desapercibidas pero se sienten presionadas a identificarse como algo. A nadie le sirve preguntar: "Oye, ¿tú eres chico o chica?" y que le contesten: "No, yo no soy nada de eso."

Si no tiene nombre, no es real. Si no hay más de uno, no es válido. Si no sabes quién eres, o qué te gusta, no tienes hueco en este mundo.

Padecemos de un exceso de etiquetas. Sufrimos de estupidez crónica. Y, lamentablemente, solo somos capaces de verlo aquellos que, poco a poco, vamos consiguiendo meter "opiniones de los demás" en la carpeta de "no me interesa". Pero de verdad, no como muchos que dicen que les da igual y luego se ven a sí mismos cambiar su forma de ser para que encaje con lo que es considerado como guay por ciertas personas. No, no, no, te tiene que entrar por un oído y salir por el otro; porque es entonces, cuando escuchas un comentario despectivo sobre ti, un insulto dicho con todo el veneno del mundo, y lo ves chocar sin hacerte rasguño alguno, que sonríes y te das cuenta de lo bien que sienta que te dé completamente igual lo que la gente piense.

Es liberador. Es increíble. Es recomendable. Es necesario.

sábado, 14 de marzo de 2015

 Aunque todos los hombres matan lo que aman, que lo oiga todo el mundo, unos lo hacen con una mirada amarga, otros con una palabra zalamera; el cobarde con un beso, ¡el valiente con una espada! Unos matan su amor cuando son jóvenes, y otros cuando son viejos; unos lo ahogan con manos de lujuria, otros con manos de oro; el más piadoso usa un cuchillo, pues así el muerto se enfría antes. Unos aman muy poco, otros demasiado; algunos venden, y otros compran; unos dan muerte con muchas lágrimas y otros sin un suspiro: pero aunque todos los hombres matan lo que aman, no todos deben morir por ello. 
Oscar Wilde, Balada de la cárcel de Reading. 

domingo, 18 de enero de 2015

¿Qué es el amor?

Es una pregunta que me persigue. No porque me la plantee muchas veces, al contrario, no me había parado a pensar seriamente en ella hasta la víspera de mi cumpleaños. Mis mejores amigas y yo estábamos en el salón de mi casa, hablando de mil tonterías, y de alguna manera surgió este tema. ¿Qué es el amor? Una de ellas contestó que confundimos el cariño que sentimos hacia las personas con amor, que en realidad no existe, es un hábito que surge tras vivir mucho tiempo con una pareja. Las otras dos y yo salimos en defensa del amor, eternas románticas sin cura, y zanjamos la conversación diciendo que es comodidad, confianza, que lo nuestro sea suyo y lo suyo, nuestro. A esas alturas mis padres ya habían vuelto de su escapada y le pedimos a mi madre que diera su opinión, a lo que ella contestó que estaba de acuerdo con las tres. Éramos cuatro contra uno.

Pero la cosa no quedó ahí. Nochebuena, casa de uno de mis tíos paternos, las bandejas de turrón y polvorones ya servidas en la mesa. De alguna manera volvió a surgir la conversación. ¿Qué es el amor? Dos de mis tías salieron con la teoría de que confundimos el amor con el enamoramiento, de que es simplemente pura atracción, y cuando esta desaparece, no queda nada y las parejas se separan. El resto escuchaban, asentían, pero no opinaban. Cuando me preguntaron directamente, buscando la perspectiva de los jóvenes, di la misma respuesta que habíamos dado mis amigas y yo aquella madrugada de noviembre.

Hará un par de días, necesitaba un descanso de tantos apuntes y me vino este debate a la cabeza al ver el libro de “Orange is the new black” en mi estantería. Cómo no, una serie, pero tengo que hacer honor a mi condición de seriéfila, ¿no? El caso es que, si algo me gusta de esta en concreto, es que en cada capítulo sueltan un par de verdades que te obligan a pararte a pensar. En uno de ellos, la protagonista principal fue preguntando al resto de las encarceladas qué significaba para ellas el amor. Estas fueron las respuestas:
“Es como cuando alguien hace que sientas tu estómago tenso pero como si flotaras a la vez, ¿sabes? Y tus mejillas duelen por sonreír. Y sonríes tanto que la gente se piensa que te pasa algo.” 
“El amor es luz. Aceptación. Fuego.” 
“Dolor. Un dolor horrible que quieres una y otra vez.” 
“Es relajarse, ¿sabes? Pasarlo genial con alguien, hablando, haciendo chistes malos graciosos… Y no querer irte a dormir porque estarías sin él por un minuto y no quieres eso.” 
“Es como si tú te volvieras más tú, lo que normalmente es como una explosión. Pero no pasa nada porque la otra persona, quien sea, elige coger todo eso. Todo lo raro. Lo que esté mal o bien dentro de ti, lo que escondas dentro de ti. Y de repente, todo está bien… Ya no te sientes como un bicho raro.” 
“Es como volver a casa tras un largo viaje. Así es el amor: es como volver a casa.”

martes, 6 de enero de 2015

Oro en la copa

Dice la tradición que se debe celebrar la llegada de un nuevo año brindando con una copa de champán y algo de oro dentro. Unos creen que es para atraer el amor, ya que normalmente lo que se echa en la bebida es una alianza, símbolo de la promesa de amor entre dos personas. Otros creen que, al ser oro, lo que atrae es la abundancia y el control sobre el patrimonio que ya se posee. Pero también existe la creencia de que garantizará que el año entrante venga lleno de cosas buenas.

Cuando nosotros decidimos seguir con la tradición que habíamos abandonado años atrás por razones que ya recuerdo; no fue pensando en suerte, ni en dinero, ni en amor. Bueno, quizá sí un poco en esta última, pero no de la forma en la que se espera. Al quitar la alianza de oro que llevo colgada de una cadena al cuello, no esperaba encontrar un Príncipe Azul. Al observar cómo se hundía con rapidez, chocando contra el fondo de la copa con un tintineo y levantando una nube de burbujas a su paso, no esperaba que me tocara la lotería.

Vi la banda dorada sumergida en champán, pequeñas burbujitas de oxígeno formándose sobre su superficie, casi ocultando la fecha cuidadosamente grabada en su interior. Una fecha que ya me sé de memoria por tanto verla. Me tomé un momento para aislarme del barullo que me rodeaba, del confeti volando y las serpentinas cruzando de lado a lado la mesa, de las voces de fondo de la televisión y el primer anuncio del año. Estaba yo sola del salón, con la copa alzada, el resplandor de las bengalas haciendo destellar al champán. Cerré los ojos y casi pude ver la silla sobrante ocupada por la persona que faltaba para hacer la noche perfecta.

Con una sonrisa, volví a la realidad justo a tiempo para brindar. La alianza fue mi forma de incluir a quien nos había abandonado; a quien ya no estaba entre nosotros. Cuando devolví el anillo a su cadena, y esta a mi cuello, tuve la certeza de que quizá ya no podía estar en cuerpo presente, pero su espíritu seguía vigilándonos de cerca, como un ángel de la guarda. Y eso... Era suficiente.