domingo, 9 de noviembre de 2014

Pequeños detalles

¿Alguna vez os ha pasado que vives una situación que te parece tan surrealista que te cuesta creer que esté ocurriendo de verdad? Pues así estoy yo. A veces miro a mi alrededor y me veo en el metro, o en el supermercado, o haciéndome la comida en mi estrecha cocina y me digo "Wow, esto realmente está pasando".

Llevaba tanto tiempo esperando a que llegara la Universidad para venirme a Madrid, para estudiar algo que me apasiona, para dar un paso en el camino que me llevará a mi sueño... Y ahora que por fin ha llegado el momento no puedo librarme de la sensación de que estoy dormida, de que en cualquier momento despertaré y seguiré en Coruña, con clase al día siguiente, con más exámenes. Entonces experimento un instante de extraña lucidez en el que todo lo que me rodea se ve súbitamente más nítido, los sonidos más claros y altos, los colores más vívidos. Y vuelvo a pensar "Wow, esto realmente está pasando". No siento añoranza por lo que dejé atrás, siempre he sido bastante independiente. Estoy contenta, esto es lo que quería, lo que llevaba tiempo esperando. 

Pero eso no quita que haya momentos, como este fin de semana, en los que me dé cuenta de cuánto ha cambiado todo; en los que detecto pequeños detalles en los que antes no me fijaba por darlos por asegurados, pequeños detalles que ahora aprendo a valorar; pequeños detalles como salir a la calle en una noche lluviosa y tener el coche esperando fuera, librándome de correr hasta la parada del metro; como el pensar "bah, tengo el fin de semana para recuperar horas de sueño" pero luego encontrarte el sábado a las ocho de la mañana con una pequeña rata peluda chupándote la cara y ladrando porque ya no aguanta más el pis; como que me despierte mi hermano pequeño para meterse en la cama conmigo y calentarse sus congelados pies con los míos; como ir a comprar el periódico y tener el desayuno preparado y esperándome en la encimera de la cocina a mi vuelta; como saber a quién tengo que buscar cada vez que quiera un abrazo; como llegar a una casa que no me recibe con silencio sino con el calor de la familia, de los seres queridos. Pequeños detalles del día a día a los que no damos importancia alguna pero que luego brillan por su ausencia. Y puedo afirmar, sin lugar a dudas, que son lo que más echo de menos.

viernes, 24 de octubre de 2014

"Te aterra lo que puedas decir".


- ¿Sabes qué se me ocurrió?
+ No.
- Eres solo un niño. No sabes lo que dices.
+ Gracias.
-Nunca has salido de Boston.
+ No.

- Si te preguntara sobre arte, me darías una lista de libros. Miguel Ángel, sabes mucho de él: su trabajo, sus aspiraciones políticas, él y el Papa, sus preferencias sexuales; todo. Pero no puedes decirme a qué huele la capilla sixtina, nunca has estado ahí ni has visto ese hermoso techo, no lo has visto...

Si te preguntara sobre mujeres, me darías un compendio de tus favoritas. Quizá hasta te hayas acostado con algunas a veces, pero no puedes decirme lo que es despertar con una mujer y ser realmente feliz. Eres un chico rudo.

Si te preguntara sobre la guerra, me hablarías de Shakespeare: "Una vez más a la brecha, amigos.."; pero nunca has estado cerca de una, nunca has tenido la cabeza de tu mejor amigo en tu regazo, agonizando y pidiéndote ayuda.

Si te preguntara sobre el amor, citarías algún soneto, pero nunca has mirado a una mujer y te has sentido vulnerable. Ni has conocido a alguien que te absorbiera con los ojos. Como si Dios hubiera bajado un ángel, solo para ti, que pudiera rescatarte del infierno. Ni sabes qué se siente ser un ángel para ella. Tener ese amor por ella para siempre, pasando por todo, pasando por el cáncer. No sabes qué es dormir en un hospital por dos meses sosteniendo su mano, y que los médicos sepan, por tu mirada, que no respetarás los horarios de visitas.

No sabes lo que es la pérdida. Eso solo pasa cuando amas algo más que a ti mismo. Dudo que hayas osado amar tanto a alguien.

Te veo y no veo a un hombre inteligente y confiado. Veo a un chico arrogante y muerto de miedo. Pero eres un genio, Will, es indudable; nadie podría entender tu complejidad.

Pero crees saber todo de mí por ver mi pintura. Hiciste pedazos mi puta vida.

Eres huérfano, ¿verdad? ¿Crees que sé lo dura que ha sido tu vida, cómo te sientes y quién eres, por haber leído "Oliver Twist"? ¿Eso te define?

Personalmente, me importa una mierda porque puedo saberlo todo sobre ti leyendo un puto libro. A menos que quieras hablar sobre ti mismo, sobre quién eres. Entonces estaré fascinado, lo aceptaré. Pero no quieres hacer eso, ¿verdad? Te aterra lo que puedas decir.

El Indomable Will Hunting.


miércoles, 22 de octubre de 2014

Solo escucha.

A todos nos ha pasado alguna vez. Estás escuchando algo en YouTube y quizá veas un vídeo en "Recomendados" que te llama la atención por su título, o quizá te salga un anuncio de esos tan molestos que no puedes saltar y se te queda el ritmo de la canción en la cabeza, o quizá simplemente te pareció guapo/a el/la cantante.

El caso es que pulsas el play y ahí empieza todo.
Son esas horas frenéticas en las que eres capaz de escucharte un álbum entero, o dos, o tres, sin darte apenas cuenta; es cuando googleas al cantante y te lees su vida solo por satisfacer tu curiosidad; es cuando llenas tu móvil de sus canciones, que se mantendrán en lo más alto de la lista de "Más escuchadas".

Algo parecido me pasó con Jake Miller.
Le conocí a través de una de mis mejores amigas. Recuerdo que me dijo, toda emocionada, que había descubierto a un rapero súper mono y que estaba segura de que me iba a encantar. Así que le di una oportunidad, ¿por qué no iba a hacerlo? Nos sentamos en un rincón del hall del colegio, con suerte de encontrar un radiador desocupado, su iPod escondido bajo nuestras chaquetas extendidas sobre nuestras piernas y los cascos ocultos por nuestro pelo. Cuando empezó una de sus canciones, lo primero que hice fue fijarme en la voz, es inevitable. Mi amiga me dijo: "Solo escucha.", y yo lo hice. Cerré los ojos, apoyé la cabeza en el radiador y fui traduciendo mentalmente la letra. Fue ahí, y solo ahí, cuando comprendí el porqué del éxito de este cantante.

Haciendo un breve repaso de su vida, puedo decir que es un claro ejemplo del dicho: "El que algo quiere, algo le cuesta". Sus padres le dieron un año para triunfar en la música, de no conseguirlo, retomaría sus estudios. Jake trabajó como un loco, perdió muchos amigos pero logró hacerse un pequeño hueco al ganar un premio que le proporcionó el dinero suficiente como para darse a conocer.
Sin embargo, por mucho que le admire por eso, no fue lo que me llamó la atención de él. Y no, tampoco fue el físico. Fueron sus letras. Por fin había encontrado a un rapero que no hablara de sexo, drogas y alcohol. Por fin había encontrado un rapero que conseguía llegarte con su  música, con el que podías identificarte porque contaba historias sobre gente normal y corriente; niños incomprendidos con sueños difíciles de realizar pero que no se dejan derrotar. Hablaba de amores eternos, del materialismo de la sociedad actual, de sufrimiento, de sus fans.

Pensaba que no podía sorprenderme más. Hasta hoy. Mientras pasaba unos apuntes a limpio, me puse a escuchar su nueva canción - la cual he de decir que me encanta, cómo no - y no sé qué me llevó a mirar los comentarios del vídeo -qué quieres que te diga, yo siempre he sido muy cotilla-, pero me puse a leerlos así por encima hasta que uno me llamó la atención. Decía algo así como que estaba contento de que Jake hubiera vuelto a su viejo estilo -su anterior disco había sido un poco... comercial, por decirlo de alguna manera- y que le recordaba a "Steven" -otra de sus canciones-, que siempre había conseguido dejarle con los pelos de punta.

Entonces me quedé pensando en si yo había escuchado esa canción, porque así por el título, no me resultaba familiar. Nada más buscarla supe qué había pasado: ¿nunca has tenido un día malo y has escuchado una canción, que al final no te gusta; pero al escucharla de nuevo en otro momento, te encanta? Pues eso mismo. El caso es que puse un vídeo con la letra y me quedé... ¿Cómo decirlo? Traumatizada suena demasiado fuerte, más bien en shock. Literalmente. Fue terminar la canción y seguir mirando la pantalla del ordenador sin reaccionar.

La dejo por aquí, y juzga tú mismo. Pero recuerda: solo escucha.

lunes, 13 de octubre de 2014

"Si la tauromaquia es arte, el canibalismo es gastronomía".

"Arte", dicen.
"Cultura popular" lo llaman.
"Parte de la historia española".

Esto, señores, sí que es arte:



Incluso aceptaría esto si me apuras.











Pero que me miréis a la cara y defendáis una barbarie como es la tauromaquia diciéndome que es arte.....















¿Arte? ¿En serio? Yo ahí no veo arte.
Veo sufrimiento.
Veo agonía.
Veo terror en su estado más puro.
Veo tortura.
Veo sangre.
Veo muerte.

Pero es arte...

No, señores, estáis muy equivocados. Esto no es nada más que un severo caso de hipocresía.
La tauromaquia es válida, pero luego os mostráis indignados cuando una compañía utiliza animales para realizar pruebas con ellos o fabrican abrigos con sus pieles.
Los toreros son artistas y salen a hombros de las plazas, pero luego tiráis piedras a un asesino en serie como se os presente la oportunidad.
Está bien que jueguen con un animal al que probablemente hayan mantenido despierto durante días, apaleado, debilitado con drogas o emborronado la vista para que no ensarte a alguien; pero luego formáis grupos de protesta y auxilio ante un nuevo caso de violencia escolar / doméstica / y otros tipos.

¿Queréis toros? Tenedlos. 
No hay necesidad de clavarles banderillas y rematarles con la espada. No hay necesidad de ponerles antorchas encendidas en los cuernos y reírse cuando se les chamusca el pelo. No hay necesidad de correr tras los toros pegándoles con canutos de periódico. No hay necesidad de marear al animal y engañarle para que se tire al agua.

Eso sí, no defendáis lo indefendible. No argumentéis que son animales y que, por tanto, no merecen consideración alguna.
¿Y el perro que espera como loco a que vuelvas?
¿Y el gato que se roza contra tu pierna para que le acaricies?
¿Y el canario que canta alegremente cada vez que te ve aparecer?
¿Les trataríais igual?

¿Entonces por qué al toro le hacen desangrarse hasta la muerte? ¿Por qué le clavan banderillas? ¿Es una especie única que no siente, que no es consciente de lo que le están haciendo? ¿No presiente que de esa no va a salir? Todos conocemos las respuestas.

Así que pensadlo y volved a decirme con la misma determinación que la tauromaquia es arte.

Espero que no seáis capaces.


miércoles, 24 de septiembre de 2014

Golpes de realidad.

Son como la lotería: llegan cuando menos te lo esperas.

Se quedan en las sombras, acechando, en tensión, a la espera de que bajes la guardia, de que te confíes; como una leona agazapada entre las altas hierbas de la sabana que observa a un distraído antílope jugando al borde del lago.

Sin piedad. Sin compasión. Se abalanzan sobre ti en cuanto te despistas unas milésimas de segundo.

Podrías haber dado el tema por superado, podrías haberte olvidado de ello... Pero, en un instante, todo cambia. No necesitan más, no crean grandes dramas ni montan un espectáculo. Se deslizan por los bordes de tu conciencia, lentamente al principio porque tu mente no lo procesa. Entonces golpean con toda la fuerza de la que son capaces.

Boom. Directo al pecho.

Te dejan sin respiración. Te ponen sobre tus rodillas. Te hacen llorar.

No duran mucho. Su eficacia es como un guepardo: consigue grandes velocidades pero no pueden mantenerlas por mucho tiempo porque carecen de resistencia. El dolor va menguando suavemente y recuperas la movilidad.

Sin embargo, la molestia te acompaña durante días o más. Es como una astilla clavada en un dedo, no lo ves, pero lo sientes cada vez que te rozas en la zona. Se hunde en la carne y provoca una punzada que es un recordatorio de que tienes una herida, de que es algo ajeno a tu cuerpo que debes sacar antes de que se infecte.

Aunque, lo que los hacen tan peligrosos, es que no puedes estar prevenido. No puedes combatirlos. No puedes evitarlos. Y todo por el mero hecho de que no sabes en qué forma se presentarán: “Claro que hay ocasiones en que uno está caminando por la calle y siente un olor o una brisa, escucha una canción o reconoce en un desconocido un gesto, y todo se vuelve a abrir, todo regresa, como una ola, como una bofetada.” — Alberto Fuguet.

Así son los golpes de realidad.

lunes, 22 de septiembre de 2014

Paciencia, pequeño saltamontes.

A veces solo se necesita un poco de paciencia.
A veces, cuando sabes esperar, las cosas llegan a ti por ellas mismas. 
Al fin y al cabo, no consigues que la gente te respete en un día, no te enamoras de alguien cuando le acabas de conocer, no sabes el final de un gran libro hasta que llegas a él... Y, lo más importante, no se perdona en solo un segundo. 

Las heridas, tanto físicas como psicológicas, requieren de tiempo: tiempo para sobreponerse, tiempo para crear una costra, tiempo para que dejen de doler, tiempo para que desaparezcan totalmente. Si les metes prisa, quedará una cicatriz y nunca curarán bien. Te quedarás con la molestia, con su recuerdo bien fresco en la memoria.

Lo mismo ocurre con las personas. Somos buenos por naturaleza, nuestro primer instinto es el de ayudar a alguien que lo necesita; pero si vemos nuestra "libertad" -por decirlo de alguna manera- comprometida, nos volvemos feroces e impasibles. Nos impide crecer como personas, es un mal que necesita desaparecer. No dudamos a la hora de hacer daño, no tenemos remordimientos. Haremos lo que sea con tal de tener nuestra autonomía de vuelta, aquella que nos ha robado otra persona con su afán de propiedad, con su asfixiante instinto de hacer lo bueno y lo correcto y ayudarnos con todo y ante todo.

Así que, crece. No te ates a nadie. Comete errores y aprende la lección para no repetirlos. Deja que te hieran, cúrate, y vuelve al campo de batalla. Cáete mil veces y levántate mil y una veces más. Lucha aunque te sientas sin fuerzas. No te olvides de nada pero olvídate de todo. No dejes para otro momento algo que siempre has querido hacer porque la vida es un camino con muchos giros imprevistos y nunca sabes lo que te deparará el próximo día. Actúa, guíate por tus impulsos, pero con la cabeza bien puesta sobre los hombros. No te retrases para mantener el ritmo que te marca otra persona. Corre, grita, salta, baila, gira sobre ti mismo hasta que el mundo dé vueltas a velocidad vertiginosa y todo lo que te rodea se vuelva borroso e inconsistente, hasta que las cosas se revelen como verdaderamente son: algo temporal, algo que dejarás atrás sin pensar dos veces en ello.

Y sigue cambiando. Jamás pares de cambiar. No para adaptarte al ideal de persona perfecta que tiene otra persona, sino para ti. Cambia por tu único beneficio. Cambia constantemente, evoluciona hacia un nuevo tú, un mejor tú, y no dejes que nadie te lo impida.

No seas egoísta, sigue escuchando a ese impulso natural que te lleva a ayudar. Da y te devolverán. Quizá no sea lo que tú quieras en ese momento, o lo que necesites, pero su valor saldrá a relucir cuando menos te lo esperas. No te quedes estancado en lo material, sube un nivel más, busca lo permanente, lo que el tiempo no erosiona ni hace que quede obsoleto.

Persigue tus sueños. Imagínatelos como unas mariposas de hermosos colores que revolotean alrededor de tu cabeza, tentándote con su belleza, tirándote suavemente del pelo; pero, cuando alzas la mano para agarrar una, escapan de ti juguetonamente. Ve a por ellas. Comienza a correr, no dejes que huyan ni se marchiten por muchas piedras que te encuentres en el camino. Disfruta de la persecución y no permitas que cosas banales sustituyan tus sueños originales. Esas pueden darte una satisfacción inmediata pero no duradera, será algo que, eventualmente, quedará olvidado en algún lugar. Ten un hambre infinita -intelectualmente hablando-. No te conformes con nada y confórmate con todo.

Recuerda, el tiempo no va a esperar por ti, así que aprovéchalo al máximo. No lo malgastes ni lo desperdicies en cosas que no merecen la pena. Al final, es el tiempo, y solo el tiempo, el que pondrá tu vida en su sitio.

¿Mi consejo?
Paciencia, pequeño saltamontes.

miércoles, 9 de julio de 2014

Castillos de Naipes

Esta es una idea que lleva rondando en mi cabeza desde hace tiempo, desencadenada, supongo, por los hechos de hace dos meses. El caso es que, últimamente, he pasado mucho tiempo pensando sobre la vida y las múltiples metáforas que existen para representarla: que si es un camino lleno de piedras que hay que esquivar, una carrera de obstáculos, una carretera en la que las diferentes salidas son las opciones que elegimos, una montaña rusa, y un gran etc. También pensaba en ello el escritor, Jorge Manrique:
"Nuestras vidas son los ríos 
que van a dar en la mar, 
que es el morir".

Yo estoy de acuerdo con todas las formas de imaginársela, unas más que otras, pero al fin y al cabo, todas son válidas. Sin embargo, más que nada, yo la veo como un castillo de naipes, con la fragilidad, inestabilidad y belleza que esto conlleva.

Cuando nacemos nos dan un mazo de naipes, lo sujetamos con nuestras regordetas manos, usando ambas porque no conseguimos abarcarlas todas. Curiosos, sin saber qué son aquellos cartones, jugueteamos con ellos, incluso nos los llevamos a la boca para ver si son comestibles. Entonces llegan nuestros padres y, con cariño, esmero y lotes y lotes de paciencia, nos enseñan a utilizarlos. Van colocando carta por carta, sujetándolas las unas con las otras, construyendo poco a poco lo que conformará nuestra vida. Mientras somos pequeños contamos con su ayuda ante todo, nos protegen, por lo que nuestro castillo va ganando altura, lento pero seguro, rodeado por la burbuja que crean nuestros padres a nuestro alrededor.

Vamos creciendo y ellos nos van dando cada vez más autonomía, van delegando, carta a carta, la construcción de nuestro propio castillo. Nos sentimos orgullosos de que confíen lo suficiente en nosotros como para dejarnos controlar nuestra vida. Pero lo que no sabíamos era la dificultad de ser el dueño de tus acciones, de decidir qué naipe colocar, dónde y cómo, sabiendo que un mínimo error podría hacer que aquel castillo que nuestros padres levantaron con cariño y perseverancia, se derrumbara en tan solo unos segundos, antes siquiera de que nos diera tiempo a reaccionar. Y ya no solo es tener ese pensamiento constantemente rondando por la cabeza, sino que también somos conscientes de que acciones ajenas a nosotros pueden precipitar la caída de los naipes.

Sin embargo, a veces nuestros castillos nos sorprenden. Incluso en situaciones adversas, incluso cuando nos llevamos un golpe fuerte y directo, destinado a derrumbarnos, a dejarnos sin fuerzas para luchar; nuestra vida se tambalea, amenaza con romperse, pero se mantiene, alta y cabezota, decidida a levantarse una vez más, a plantar cara y superarlo. Y el miedo que nos había atenazado cuando vimos la fragilidad de nuestro castillo de naipes, cuando vimos que un simple soplo de aire podía hacer que todo acabara; se encontró con la resistencia de la conciencia de que, a pesar de todo, estábamos dispuestos a poner la otra mejilla, estábamos dispuestos a arriesgarnos a tener otro accidente y que, esa vez, fuera fatal. Al fin y al cabo, ¿nos vamos a pasar toda nuestra vida sin hacer nada, sin actuar impulsivamente, por miedo al fracaso, a la caída?
Eso es de cobardes.

Como colchón, tenemos la seguridad de que, pase lo que pase, nuestros padres nos socorrerán en caso de necesitarlo.

Así que, para cuando llegamos a la madurez y caminamos totalmente solos por el mundo, ya estamos preparados para lo que venga. Algunos se enfrentan a la vida con valentía, aprovechando cada momento al máximo, siendo consciente de la brevedad de nuestra existencia. Otros se guían por la moderación, la tranquilidad. Pero, de una manera u otra, todos viven, todos siguen haciendo que la altura de su castillo de naipes aumente, carta a carta, experiencia a experiencia, año a año.

Y, cuando morimos, me gustaría creer que el castillo se derrumba, los naipes caen desparramados y allí se quedan hasta que aparecen unos padres que los recogen, los juntan y ordenan, y se los dan al bebé que acaba de nacer. Mejor esta opción a pensar que las cartas simplemente se desvanecen en el aire, sin dejar rastro, como si aquella persona que pasó toda su vida construyéndolo no hubiera existido, no hubiera contribuido de un modo u otro al mundo. ¿Acaso no necesitamos saber todos que lo que hacemos es para algo, que tiene una finalidad? Sino, ¿para qué vivir?

martes, 6 de mayo de 2014

Hasta siempre y para siempre.

Nunca antes había necesitado tanto escribir como ahora.
Te has ido, esta vez definitivamente, sin posibilidad de retorno...
La mayor parte del tiempo me la he pasado en shock, una reacción natural de mi mente, que ha bloqueado todo lo que ha pasado para no derrumbarme. No me hago a la idea, sigo pensando que es una horrible pesadilla - no sería raro teniendo en cuenta estas últimas semanas - y que en cualquier momento me despertaré llorando y podré confirmar que sigues aquí, lejos, pero aquí.
Entonces la realidad se impone y me golpea como un mazo, directo al pecho, y me impide respirar, me impide pensar, solo me deja llorar. Dejando que cada lágrima exprese todo lo que no soy capaz de decir.
Y justo cuando pienso que ya no tengo más lágrimas que derramar, el proceso vuelve a empezar. Es como estar metida en un bucle, en la doctrina del eterno retorno de Nietzsche que trato de estudiar a pesar de que sé que no puedo concentrarme.
Te has ido para siempre, sin darme la posibilidad de verte una última vez, sin poder decirte cuánto te quiero. Te quería.
No, te quiero, porque lo sigo haciendo y siempre lo haré.
Pero al mismo tiempo agradezco que no quisieras que fuéramos a verte, porque quiero conservar la imagen que tengo de ti, la de la abuela parlanchina y alegre de la última reunión familiar, la que se sentó a mi lado y jugó a hacerme trenzas en el pelo mientras los mayores hacían el tonto, la que entrelazó su brazo con el mío para mantener el equilibrio sobre tus doloridos pies mientras paseábamos a la perra por el parque. Quiero recordarte así y no consumida por la enfermedad, hundida en una cama de hospital.
Te fuiste feliz. Has dejado de sufrir, y ahora estás junto a tu marido y tu hijo. Es irónico que tuvieras que morir para estar donde realmente querías estar. E inmensamente doloroso.
Tú estás con ellos, feliz tras muchos años de tristeza, pero has dejado atrás a cuatro hijos que lloran la pérdida de su madre, y a muchos nietos que echan de menos a su abuela.
Y precisamente por eso me he quedado aquí, como una cobarde, sin valor suficiente para ir a Madrid y enfrentarme a tu funeral, a ver a toda mi familia llorándote. A tener que decirte adiós...
No puedo, no puedo... No estoy preparada todavía. No puedo decirte adiós porque, como dice Peter Pan, decir adiós significa que te has ido, y que te hayas ido significa olvidar.
Así que aquí estoy, parada frente a un libro, mojándolo, sintiendo un vacío en el pecho y un enorme nudo en la garganta que cada vez se aprieta más y me impide hablar.
Por eso escribo.
Pero a veces eso tampoco basta. Aunque consiga dejar todo mi dolor en estas palabras, eso no va a hacerte volver.
Sé que lograré superarlo, que llegará un momento donde sea capaz de evocar tu recuerdo sin romper a llorar, pero va a costar cantidades industriales de pañuelos.
Hasta que llegue ese día, me abrazaré al perro de peluche que me regalaste años atrás cuando quería ser veterinaria, aquel que me diste para que practicara con él, el mismo que ha tenido un lugar privilegiado en mi cama desde entonces. Porque tiene parte de ti, de tu amor, así que dormiré junto a él una noche más, aunque terminará mojado y salado, y te recordaré.
Hasta siempre y para siempre, abuela.
Te quiero.

domingo, 27 de abril de 2014

Lucha.

<<Even if you cannot hear my voice
I'll be right beside you, dear>>.

Ahora más que nunca maldigo la distancia que nos separa, esos 600 km que me impiden darte la mano, apretártela bien fuerte como si con eso te obligara a quedarte conmigo. Esa distancia que te mantiene a ti allí, en una cama de hospital, y a mí aquí, estudiando. Casi puedo oír tu contestación, como cada vez que te decía que estaba haciendo deberes: "Tú siempre estudiando, cariño. ¡Qué trabajadora me eres!". Antes, te contestaba con una risa y un "ya ves"; ahora todo lo que puedo hacer es tragar saliva y parpadear con fuerza, luchar contra el coraje que me da preguntar cómo estás por miedo a la respuesta.

Y vuelvo a maldecir a la distancia, porque ahora más que nunca me gustaría estar allí, a tu lado, sentada en una dura silla de plástico pero viéndote, viendo cómo tu pecho sube y baja, cómo tu corazón late, lento pero seguro. Una prueba de que sigues aquí, conmigo, con todos, de que sigues luchando. Porque es lo único que te pido ahora, es lo único que te suplico.
Lucha, abuela. Por favor.
Sigue luchando y jamás te des por vencida.
Lucha porque quiero volver a verte, quiero volver a abrazarte con fuerza aunque tú te quejes de que tenga que agacharme para hacerlo. Quiero volver a oírte. Tu risa. Tú.
Lucha por aquellos momentos que te encanta recordar, como cuando vivíamos en Zaragoza y yo era una canija de dos añitos que se empeñaba en acompañarte a ir a comprar el pan, toda mi pequeña y regordeta mano para rodearte un dedo mientras caminábamos con la rapidez que mis cortas piernas me permitían. O como cuando ya estábamos en Valladolid e íbamos a pasear con Roy al bosque. Lucha para volver a contarme aquella historia de cuando Reggie te llenó la cara y el pelo de pinzas de la ropa porque "te estaba disfrazando de india". Lucha para recuperar nuestro ritual de llamarnos todos los domingos y contarnos cualquier chorrada. Lucha para volver a tener una reunión familiar y sentarte "al lado de tu niña" en aquella enorme mesa, o para reírte de nuevo cuando se quejen de que una vez que empiezas a hablar no hay manera de callarte.
Quiero que digas de nuevo tus "me se" que en cualquier otra persona sonarían vulgares, pero que en ti suenan divertidos. Quiero que vuelvas a relatarme tus tardes de paseo por el parque con Gigi o simplemente cómo te has pasado la mañana entera liada limpiando tu pequeño piso.
Lucha por todas aquellas veces que me tumbaba en tu pequeño sillón, con mi cabeza en tu regazo, y me dormía mientras tu jugabas con mi pelo, sabiendo que cuando me despertara tú seguirías allí, esperándome con una sonrisa y un flan preparado en la cocina. Lucha para que el año que viene, cuando ya viva en Madrid, pueda ir a verte y reírnos juntas de que estos 600 km se hayan trasformado en unas cuantas calles solo; para que puedas volver a hacer "los espaguettis de la abuela", que como esos no hay otros.
Todos te queremos, todos te necesitamos.
Y tú eres una luchadora, abuela, lo llevas en la sangre al igual que nosotros. Desde siempre has luchado, por ti, por tus hijos, por lo que creías justo.
Así que ahora yo te pido que sigas luchando, con fuerza, con energía. Aunque estés cansada, triste, aunque no seas la misma por los golpes de la vida. Levántate y sigue adelante, como todas las veces que te has caído.
Quédate conmigo un poco más, por favor.
Te quiero.

martes, 18 de marzo de 2014

Y es que... ¿cómo no voy a estarle agradecida?

La gente, cuando casualmente les comentas que eres una fangirl, te mira raro. Les echa para atrás. Y yo me pregunto... ¿Por qué? ¿Acaso creen que es una enfermedad? ¿Un problema mental? Creo que es porque la gran mayoría asocian esa palabra con las hordas de niñas tontas que son capaces de matarse entre ellas por conseguir que un cantante las mire. Pero no todas somos así...
Yo siempre he sido una chica normalilla, del montón, que no destacaba porque no me gustaba destacar. Siempre he sido de las de pocas -pero verdaderas- amigas. No necesitaba rodearme de un montón de gente que me adorara, con un par de personas que realmente valieran la pena me servía. Y sigue siendo así.
¿Qué relación tiene mi poco interesante vida con ser una fangirl? Toda.
Hará tres años, la que yo consideraba mi mejor amiga comenzó a pasar de mí de manera alucinante. De hablar a todas horas y que tuvieran que mandarnos callar, pasamos a no hablar, a que ella solo se acordara de mi existencia cuando necesitaba algo. De estar siempre juntas, pasó a darme completamente la espalda y a dejarme sola. Me levantaba todas las mañanas porque me tenía que levantar, no porque realmente tuviera ganas de hacerlo, total... ¿Para pasarlo mal otro día más? ¿Para qué?
Estaréis diciendo: "Menudo coñazo, ¿y a mí qué me importa?". La respuesta es que esta situación fue la que desencadenó todo.
Una semana de diciembre me descargué la primera temporada de Castle, y ahí comenzó mi conversión a una fangirl. Me devoré los 10 capítulos en 2 días, y el resto de la semana me dediqué a volver a verlos, a volver a reírme como loca y a tener que hundir la cara en la almohada para ahogar las carcajadas. Por primera vez desde que había comenzado mi problema con mi mejor amiga, me sentí feliz. Volví a reír de verdad, a emocionarme, a llorar por un motivo que no fuera pura tristeza. Durante 40 minutos que duran de media los capítulos se me daba una oportunidad para olvidarme de mi vida, de todo lo que estaba pasando en ella. Durante 40 minutos podía irme a New York, la ciudad que nunca duerme, donde Katherine Beckett era una joven, fría y dura detective de homicidios; y Richard Castle un afamado escritor con comportamiento algo infantil pero que termina por asentar la cabeza. Podía vivir en un mundo paralelo donde la mayoría de los asesinos pagaban caro sus actos, donde la justicia realmente existía, donde un hombre era capaz de esperar por el amor de su vida 4 años sin jamas reprocharle nada, simplemente esperando a que superase sus traumas. Cuando se acababa el capítulo, miraba a mí alrededor y decía "Menuda mierda de mundo el mío", y volvía a la ficción.
Por primera vez desde que todo se había fastidiado, volví a levantarme cada mañana con ganas, con una meta fijada: sobrevivir hasta el próximo martes.
Castle me salvó cuando me estaba ahogando, cuando sentía que no tenía un lugar en este mundo, cuando tenía la sensación de sobrar en todas partes. Stana me sonrió a través de la pantalla, Nathan me tendió su mano, y el resto de actores y personas que trabajan en la serie me lanzaron un salvavidas al que me agarré con uñas y dientes. Comenzó a darme exactamente igual lo que la gente dijera o hiciera, me creé mi muralla y ¡ale!, a vivir feliz con las únicas personas que habían seguido a mi lado.
Y es que... ¿cómo no voy a estarle agradecida a esta serie? Me ha dado los mejores momentos: he reído hasta que me dolía la mandíbula y el estómago me decía "basta". He llorado como una auténtica gilipollas en frente de la pantalla, gastando clínex tras clínex mientras trataba de disimular los sollozos. He gritado a personas que no podían oírme, aunque para mí -en ese momento- tenía todo el sentido del mundo. Me he tirado de los pelos, pegado a las almohadas, dado vueltas y más vueltas en mi cuarto, derrochando frustración y enfado. Me ha hecho conocer a unos actores que tienen el corazón tan grande que no les cabe en el pecho. Me ha dado dos ídolos que son... No hay palabras. Mis modelos a seguir ante todo, a los que recuerdo cuando me siento flaquear, a los que recurro cuando no sé qué hacer.
Y, ante todo, me ha dado amistades con gente que haría unos años ni se me habría ocurrido que algún día llegaría a conocer. Gente como mi Amore, que me soporta todos los días; o mi futura prometida, Navy, ella sabe bien cuánto la adoro. Sinsajo, mi dulce y adorable Sinsajo;  la gran Valme, que con sus locuras siempre me hace reír, y Neus con sus indirectas muy directas... Y mucha gente más que no voy a citar porque entonces no me cabría. Gente que me ha ayudado, que me ha sacado una sonrisa en días negros, con las que he compartido momentos amorosos, conversaciones hasta las tantas de la madrugada, locuras -¡muchas locuras!-, enfados, etc. Gente que llevaré en mi corazón, always.
Así que, llamadme "friki", miradme como si estuviera loca, repudiadme por ser una fangirl, pero no pienso renegar de algo que me ha dado tanto cuando los que me rodeaban me quitaban lo poco que tenía. No estoy dispuesta a negar ser algo que me ha ayudado a superar un mal -pero muy malo- momento de mi vida. SOY UNA FANGIRL, y pienso gritarlo a los cuatro vientos porque es lo que soy.
Es lo que cambió todo para mejor, lo que nunca me falla cuando los demás sí lo hacen. Y estoy inmensamente agradecida.

viernes, 7 de marzo de 2014

Mejor callarse.

Me duele la cabeza, así que no tengo ganas de discusiones. Instauro un silencio entre nosotros, quizá para ti incómodo, pero para mí es agradable, algo necesitado. Trato de mantener mi boca convenientemente llena de napolitana o zumo para evitar conversaciones que pasen de los banales "¿Qué tal el viaje?" o "¿Cómo vas en el colegio?" que nos preguntamos por una mera cuestión de educación.
Asiento, sonrío, sin tener idea alguna de lo que me has dicho, podrías estar insultándome que yo te daría la razón, todo por el simple hecho de que mi cansado cerebro está desconectado, perdido en su mundo, prefiriendo la ignorancia antes que el conocimiento. Te quejas levemente de que estoy muy callada y yo te doy la razón, argumento que tengo sueño, que acabo de terminar exámenes -medianamente cierto- y tú asientes, conforme, aparentemente satisfecho con mi explicación.
Supongo que no sabes que es una mentira, que en realidad prefiero no hablar. ¿De qué sirve hablar contigo? Ambos sabemos que acabaremos desviándonos a temas peliagudos, ambos sabemos que yo tengo unas opiniones y tú otras radicalmente distintas, y que si nos ponemos a hablar seriamente, solo terminaremos discutiendo, como siempre.
Otra vez más.
Pero estoy cansada de eso.
Me muerdo la lengua, me trago las palabras, en eso soy una especialista. "Mejor callarse" me digo a mí misma, evadiéndome del mundo, de lo que dices, de que mi hermano te esté toqueteando el pelo aunque sabe que lo odias. Agacho la mirada y me concentro en acabar lo que hay en mi plato, con el pensamiento de que cuánto antes lo haga, antes nos iremos a casa.
Pero no puedo evitar lamentarme. ¿Cuándo hemos llegado a esta situación? ¿Cuándo me he visto obligada a no decir lo que pienso para evitar disputas? ¿O tú? Supongo que esto ha pasado siempre, porque tú y yo hemos chocado desde el principio. Supongo tenemos los mismos genes de cabezonería en nuestros ADNs. Aún así, siento cierta envidia de aquellos que logran llevarse bien contigo, comprenderte sin tener que rechazar sus ideales. Ojalá pudiera hacer yo eso, así no sería todo tan tenso, tan falso.
Pero no puedo.
Por lo tanto... Mejor callarse.

domingo, 2 de febrero de 2014

Es fácil. Todo consiste en mentir.


Las desgracias nos rodean. Las vemos reflejadas en los ojos de la gente día tras día, aparecen en las noticias como un constante bombardeo, las escuchamos en la radio, ocurren a amigos cercanos... Están por todas partes y, aún así, caminamos por el mundo como si a nosotros no nos tocaran, como si no pudieran hacerlo. Como si fuéramos especiales por algún motivo que se escapa a nuestro entendimiento pero teniéndolo tan claro que no tememos que nos pueda pasar algo. Seguimos protegidos por esa burbuja que nuestros padres crearon a nuestro alrededor en la infancia, aislados en un mundo perfecto donde solo existen las risas y la diversión, donde no se sabe qué es el dolor o la tristeza, donde no hay angustia ni preocupación.

Y cuando algo sucede y tu burbuja estalla, te sientes sobrepasado por todo. De repente sufres, lloras, algo te aprieta la garganta y no te deja respirar, el miedo te atenaza y no puedes moverte. Todo lo que creías seguro y verdadero ahora parece inestable, con demasiada vaguedad y lagunas que no puedes explicar ni solucionar. Pensabas que eras intocable, que estabas en una fortaleza que te protegería de todo y de todos, pero no fue así. Te tocó experimentar lo que viste que otras personas ya habían vivido, te toco saber qué era, cómo se sentía estando en sus pieles, sin saber si un familiar va a salir de esa o no, si la cuerda en la que se está tambaleando le ayudará a recuperar el equilibrio o se romperá bajo su peso. Ahora conoces la sensación de opresión en el pecho, ese ligero mareo que se apodera de tu cuerpo cuando te dan la noticia, obligándote a sentarte o agarrarte a algo que te mantenga recto porque sabes que tus piernas ya no son capaces de hacer ese trabajo. Ahora sabes qué es estar todo el día ausente, con la cabeza dándole demasiadas vueltas a las cosas, sin ganas de sonreír ni de reírte ni de hacer nada, solo queriendo que esa pesadilla acabe pronto. Experimentas la sensación de un nudo en tu garganta que se aprieta con fuerza, impidiéndote hablar o tragar, el picor en los ojos, las lágrimas luchando por caer y tus párpados tratando de retenerlas un poco más, solo hasta que estés en un lugar seguro en el que puedas permitirte derrumbarte.

Y al día siguiente, al mirarte en el espejo, comprenderás que aquella carga solo se ha hecho más grande y no ha disminuido como tú habías creído que haría. Esa losa de tu pecho pesa más, tu garganta tiene doble nudo y sabes que no sobrevivirás a otro día como el anterior sin llorar. Y como esa certeza es tan abrumadora, tan sobrecogedora, solo equiparable al miedo de que cuando no puedas más ocurra enfrente de todos: en una reunión, en una clase, en un discurso... sabes que no puedes seguir así. Finges, ocultas el problema para que nadie lo vea, lo entierras en una caja en lo más profundo de tu mente, solo dejándolo salir cuando estás a salvo, cuando estás solo, cuando no hay nadie más a tu alrededor que te pueda atosigar a preguntas para las que no tienes o no quieres tener respuestas.

Al fin y al cabo, si puedes ocultar las ojeras con el maquillaje, ¿por qué no vas a poder ocultar tus sentimientos con un par de sonrisas falsas? ¿Por qué no vas a ser capaz de crear una máscara, una película superficial en tus ojos que tape las lágrimas y la tristeza; una muralla en tu corazón que retenga dentro de sus muros el miedo y la angustia?

Es fácil. Todo consiste en mentir.