miércoles, 9 de julio de 2014

Castillos de Naipes

Esta es una idea que lleva rondando en mi cabeza desde hace tiempo, desencadenada, supongo, por los hechos de hace dos meses. El caso es que, últimamente, he pasado mucho tiempo pensando sobre la vida y las múltiples metáforas que existen para representarla: que si es un camino lleno de piedras que hay que esquivar, una carrera de obstáculos, una carretera en la que las diferentes salidas son las opciones que elegimos, una montaña rusa, y un gran etc. También pensaba en ello el escritor, Jorge Manrique:
"Nuestras vidas son los ríos 
que van a dar en la mar, 
que es el morir".

Yo estoy de acuerdo con todas las formas de imaginársela, unas más que otras, pero al fin y al cabo, todas son válidas. Sin embargo, más que nada, yo la veo como un castillo de naipes, con la fragilidad, inestabilidad y belleza que esto conlleva.

Cuando nacemos nos dan un mazo de naipes, lo sujetamos con nuestras regordetas manos, usando ambas porque no conseguimos abarcarlas todas. Curiosos, sin saber qué son aquellos cartones, jugueteamos con ellos, incluso nos los llevamos a la boca para ver si son comestibles. Entonces llegan nuestros padres y, con cariño, esmero y lotes y lotes de paciencia, nos enseñan a utilizarlos. Van colocando carta por carta, sujetándolas las unas con las otras, construyendo poco a poco lo que conformará nuestra vida. Mientras somos pequeños contamos con su ayuda ante todo, nos protegen, por lo que nuestro castillo va ganando altura, lento pero seguro, rodeado por la burbuja que crean nuestros padres a nuestro alrededor.

Vamos creciendo y ellos nos van dando cada vez más autonomía, van delegando, carta a carta, la construcción de nuestro propio castillo. Nos sentimos orgullosos de que confíen lo suficiente en nosotros como para dejarnos controlar nuestra vida. Pero lo que no sabíamos era la dificultad de ser el dueño de tus acciones, de decidir qué naipe colocar, dónde y cómo, sabiendo que un mínimo error podría hacer que aquel castillo que nuestros padres levantaron con cariño y perseverancia, se derrumbara en tan solo unos segundos, antes siquiera de que nos diera tiempo a reaccionar. Y ya no solo es tener ese pensamiento constantemente rondando por la cabeza, sino que también somos conscientes de que acciones ajenas a nosotros pueden precipitar la caída de los naipes.

Sin embargo, a veces nuestros castillos nos sorprenden. Incluso en situaciones adversas, incluso cuando nos llevamos un golpe fuerte y directo, destinado a derrumbarnos, a dejarnos sin fuerzas para luchar; nuestra vida se tambalea, amenaza con romperse, pero se mantiene, alta y cabezota, decidida a levantarse una vez más, a plantar cara y superarlo. Y el miedo que nos había atenazado cuando vimos la fragilidad de nuestro castillo de naipes, cuando vimos que un simple soplo de aire podía hacer que todo acabara; se encontró con la resistencia de la conciencia de que, a pesar de todo, estábamos dispuestos a poner la otra mejilla, estábamos dispuestos a arriesgarnos a tener otro accidente y que, esa vez, fuera fatal. Al fin y al cabo, ¿nos vamos a pasar toda nuestra vida sin hacer nada, sin actuar impulsivamente, por miedo al fracaso, a la caída?
Eso es de cobardes.

Como colchón, tenemos la seguridad de que, pase lo que pase, nuestros padres nos socorrerán en caso de necesitarlo.

Así que, para cuando llegamos a la madurez y caminamos totalmente solos por el mundo, ya estamos preparados para lo que venga. Algunos se enfrentan a la vida con valentía, aprovechando cada momento al máximo, siendo consciente de la brevedad de nuestra existencia. Otros se guían por la moderación, la tranquilidad. Pero, de una manera u otra, todos viven, todos siguen haciendo que la altura de su castillo de naipes aumente, carta a carta, experiencia a experiencia, año a año.

Y, cuando morimos, me gustaría creer que el castillo se derrumba, los naipes caen desparramados y allí se quedan hasta que aparecen unos padres que los recogen, los juntan y ordenan, y se los dan al bebé que acaba de nacer. Mejor esta opción a pensar que las cartas simplemente se desvanecen en el aire, sin dejar rastro, como si aquella persona que pasó toda su vida construyéndolo no hubiera existido, no hubiera contribuido de un modo u otro al mundo. ¿Acaso no necesitamos saber todos que lo que hacemos es para algo, que tiene una finalidad? Sino, ¿para qué vivir?