miércoles, 24 de septiembre de 2014

Golpes de realidad.

Son como la lotería: llegan cuando menos te lo esperas.

Se quedan en las sombras, acechando, en tensión, a la espera de que bajes la guardia, de que te confíes; como una leona agazapada entre las altas hierbas de la sabana que observa a un distraído antílope jugando al borde del lago.

Sin piedad. Sin compasión. Se abalanzan sobre ti en cuanto te despistas unas milésimas de segundo.

Podrías haber dado el tema por superado, podrías haberte olvidado de ello... Pero, en un instante, todo cambia. No necesitan más, no crean grandes dramas ni montan un espectáculo. Se deslizan por los bordes de tu conciencia, lentamente al principio porque tu mente no lo procesa. Entonces golpean con toda la fuerza de la que son capaces.

Boom. Directo al pecho.

Te dejan sin respiración. Te ponen sobre tus rodillas. Te hacen llorar.

No duran mucho. Su eficacia es como un guepardo: consigue grandes velocidades pero no pueden mantenerlas por mucho tiempo porque carecen de resistencia. El dolor va menguando suavemente y recuperas la movilidad.

Sin embargo, la molestia te acompaña durante días o más. Es como una astilla clavada en un dedo, no lo ves, pero lo sientes cada vez que te rozas en la zona. Se hunde en la carne y provoca una punzada que es un recordatorio de que tienes una herida, de que es algo ajeno a tu cuerpo que debes sacar antes de que se infecte.

Aunque, lo que los hacen tan peligrosos, es que no puedes estar prevenido. No puedes combatirlos. No puedes evitarlos. Y todo por el mero hecho de que no sabes en qué forma se presentarán: “Claro que hay ocasiones en que uno está caminando por la calle y siente un olor o una brisa, escucha una canción o reconoce en un desconocido un gesto, y todo se vuelve a abrir, todo regresa, como una ola, como una bofetada.” — Alberto Fuguet.

Así son los golpes de realidad.

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